Desde acá puedo ver todo: El arco de en frente,
las líneas laterales bien definidas, los
pies moviéndose de un lado para el otro como coreografiados. En el futbol hay
tan pocos lugares asignados rígidamente como excepciones. Yo soy ambas. Los
arqueros, como ya dijo alguien alguna vez, somos esa extraña raza que viene al
mundo para evitar la máxima alegría y para eso realmente uno necesita
prepararse muy bien ¿Cuánto tiempo? La respuesta es muy simple: arquero se es
toda la vida.
Desde chiquito, una vez que acabada ese
terrible ritual que significa elegir uno por uno a los jugadores que iban a
formar el equipo y, junto a este, el escozor de haber sido elegido en ultimo
lugar, los más agraciados técnicamente se auto postulaban sin disidencia en las
posiciones mas requeridas y uno, con tal de participar, iba corriendo hacia los
tres palos al solo efecto de no quedarse afuera. Pero claro, yo los miraba con tal envidia que
no entraba en mí, porque una cosa es tener estoicamente asumidas las propias falencias
deportivas pero cuando los otros se muestran haciendo sus proezas uno se moría de disgusto. Esa suficiencia que
tenían algunos para dejar jugadores en el camino, cabecear en forma rasante o ir
a trabar la pelota con vehemencia hacían
realmente dar ganas a uno de abandonar su puesto e ir a ver la televisión o
jugar a las cartas. Pero no, era imposible, porque uno tenia la poco popular
tarea de cuidar el arco y era su insoportable responsabilidad porque así estaba dicho y no se podía cambiar. Era como
una prisión rectangular delimitada con cal
de la cual no se puede salir nunca en la vida y, para colmo de males, a
la vez funcionaba como una tortuosa platea preferencial para disfrutar de los
despliegues de talento que proponían los jugadores de campo.
Desde acá puedo ver todo: Los pasillos
de la villa, la ropa en las sogas secándose al sol, el potrero siempre ocupado
de la calle Roca. También, desde acá mismo,
se puede ven las torres de oficinas con vidrios espejados, los countries engalanados y los autos
importados. Nada puede escapar a la
vista de los que viven en la firme convicción de que van a morir en el mismo
lugar al que fueron asignados. Esta posición de dudoso privilegio que nadie
eligió jamás. Si de arranque esto es una
carga pesada, se complica todavía más aun cuando lo llevamos al maligno juego
de las comparaciones y no por nada siempre se dijo que las comparaciones son
odiosas. Por un lado: miseria y hambre, tristeza y desolación, angustia y frio.
Por el otro la riqueza y la opulencia son el denominador común y tanto es así
que a veces, cuando no siempre, generan violencia.
La verdad sea dicha y es que yo no
cambiaria mi barrio por nada. Estas son mis raíces y jamás renegaría de ellas
¿Qué me vas a venir a decir que es fea la villa si nunca pintaron el colegio
con los pibes de la cooperadora? ¿Cómo
cambiar a Don Walter que nos daba el pan con mate cocido cuando no había un
cobre por uno de esos chetos de cuello
blanco? ¿Qué amigos tendrán aquellos que nunca hicieron una “vaquita”
rasquetando el fondo de los bolsillos para comprar una cerveza? Pero no hay que ser ciegos, porque acá cada dos por tres falta para parar
la olla y el frio que hace es solo para los machos y eso es fulero por donde se
lo mire. Que lindo seria no tener que andar siempre pateando la calle y poder
comprar alguna vez un autito, por más
viejo que sea. Pero esos lujos se los dan ellos y lo peor de todo es que te los
muestran armándose de un poder desconocido para nosotros. Un poder que los pone
por encima de los que nada tenemos o que tenemos lo que nada vale.
Tarde gloriosa la de hoy aunque es
cierto, había arrancado complicada. Yo no sé que se le dio al técnico por
ponerlo Mariani justo en la final. No es que el pibe sea malo, pero le falta,
está muy verde todavía y no tiene voz de mando. Esta bien que yo me tome por
obligación ordenar la zaga pero si queres jugar de central tenes que tener alma
de patrón y eso a Mariani nunca le nació. Para colmo de males el puntero
izquierdo de ellos era un demonio: rapidito, totalmente impredecible. Y mira
que lo charlamos en la semana, hicimos entrenamiento exclusivamente para dar el
paso adelante coordinados, dejarlo en off-side en todas las jugadas que fuera
posible. No nos pareció nada arriesgado porque lo teníamos todo
milimétricamente ensayado, pero nunca contamos con la inclusión de Mariani en
el equipo titular. La decisión de último momento nos desbarató por completo. No
quedaba otra que desde el arco cargarse la defensa al hombro para contrarrestar
los piques de aquel enano velocista.
Desde que debute en primera mi plan a
futuro fue calzarme el buzo de DT, pero parecía que el futuro había llegado en
ese mismo momento. Nunca había tenido la necesidad de gritar tanto en una
cancha pero la situación realmente lo ameritaba, ya que desde el arco se podía
apreciar como se nos venía al ataque esa montonera rival comandada por ese
enjuto delantero que se empecinaba en volver loca a toda mi defensa. Y para
peor, haber hecho un gol promediando el segundo tiempo no hizo más que
enfurecerlo sin privarlo de la inteligencia necesaria para aprovecharse tanto
de nuestros jugadores más cansados como de los más inexperimentados.
Así estábamos, aguantando los embates
rivales y yo extenuado de intentar enmendar los baches que generaban nuestras
desconcentraciones y los que por si solos eran obra de los rivales. A tan solo
un minuto para que termine el partido, en el tiempo adicionado, aquel diminuto
wing pide la pelota en el vértice del área, para con la punta de los dedos un
pase que pecaba tanto de fuerte como de impreciso y que, gracias a las leyes de la física, se le fue
apenas largo, lo que generó una reacción de perro
de caza por parte del bueno de Mariani que en su carrera maratónica por obtener
la pelota no tiene en cuenta la llegada del delantero milésimas antes,
provocando el penal mas claro de toda la historia.
Cuando sonó el silbato del juez
decretando la temidísima pena máxima el estadio se desinfló. La gente se miraba sin entender que estaba
pasando, una mezcla de desazón e incredulidad se había impregnado en el ambiente.
El pibe Mariani, con lágrimas en los ojos, le protestaba al árbitro jurando y
perjurando que no lo había tocado, que el pequeño de delantero era un
fabulador, un mitómano corporal. Mientras el sentenciante intentaba sacarse de
encima al joven marcador, a mi alrededor la escenografía era deprimente; solo
un pibe parecía estar abstraído de todo eso. Era un morochito casi raquítico
que no dejaba de hacer flamear su bandera como si nada hubiera pasado. Estaba
trepado al alambrado y me gritaba vaya uno a saber que cosa, pero se lo veía
tan emocionado que no pude menos que levantarle el pulgar demostrando una
confianza que yo no sentía en mi mismo ¿O sí?
Fuimos cantando durante todo el viaje en
tren. La villa estuvo convulsionada durante toda la semana por la final y
todavía nadie entendía porque habían sacado al cuevero titular y experimentado,
por un pibe que contaba los partidos en primera con una mano. En lo que respectaba a nosotros, todavía eso
no ocupaba la prioridad entre nuestras preocupaciones porque no teníamos plata
para comprar la entrada, por lo tanto el plan era claro: Colarnos de la forma
que sea necesaria.
Una de las mayores privaciones que “mi posición”
en la sociedad me había impuesto era el hecho de nunca haber podido ir a la
cancha. Las entradas eran demasiado caras y el viaje demasiado largo, pero esta
era la final y no me la podía perder por nada en el mundo. Los muchachos conocían
a un vigilante que era tío de Eric y podía hacernos pasar, pero era un partido
muy importante y tener la suerte de encontrar a un policía conocido en esa
montonera de gente era misión imposible. Dicho y hecho, el famoso contacto
nunca apareció y al llegar al estadio tuvimos que ingeniárnoslas por nosotros
mismos. La táctica respondía a los siguientes pasos: Haríamos la fila como
todas las personas que tenían ticket y en el momento de estar cerca de la
puerta empujaríamos todos al mismo tiempo para lograr quebrar la resistencia de
los uniformados de la provincia de Buenos Aires. Era arriesgado, si la presión
ejercida por nuestros empujones no era lo suficientemente potente se les
hubiera hecho muy fácil identificarnos, fajarnos y apresarnos.
Unos días después, los pibes me contaron
que todo el trayecto que abarcaba la fila, digamos los quinientos metros desde
la esquina de la calle Alarcón hasta la puerta de acceso, se lo habían pasado
rezando. Yo por mi parte, no había tenido tiempo para eso. Me invadía una
emoción extraña, un sentimiento de pertenencia que hasta ese momento me era
impropio. Gracias a la plegaria de los muchachos el de arriba nos acompañó y el
plan salió a la perfección. Cuando estábamos a cinco metros de los policías que
custodiaban la puerta, una avalancha humana golpeo violentísimo contra ellos
que, ante semejante fuerza sobrenatural, no tuvieron más opción que ceder.
Si el paraíso existe debe ser una copia
de como se ve el estadio de tus amores en la primera visita ¡Que linda
sensación y que difícil de explicar! En ese instante ya no sentí la necesidad
de tener la biyuya para comprar todas esas cosas que se me habían negado a lo
largo de la vida. Todo lo que podía querer y sentir estaba ahí, todo ante mi.
En cuanto el hipnotismo acabó por quedar sin
efectos me vinieron unas ganas terribles de ir al baño y como el partido no era
para nada emotivo resolví que era un buen momento para escaparme unos
minutos. Pero si algo había caracterizado
a mi vida era su enemistad eterna con la buena suerte y esto quedó firmemente
demostrado en el preciso instante en que, ya con la bragueta baja, sentí un
rugido de león acompañado de un
terremoto colosal que no podía significar otra cosa, habíamos hecho el gol de
la victoria. En ese momento no supe si llorar de alegría o de tristeza. Olvidándome
de mis necesidades corrí nuevamente a la tribuna en busca de mis amigos.
Ellos habían abandonado el lugar donde estaban antes de que yo corriera al
baño, seguramente arrastrados por la avalancha que género el festejo, así que
me dispuse a descender por los tablones para ver si los encontraba mas
abajo. Jamás había visto tanta gente
junta: De todas las edades, sexos y condiciones sociales, toda en pos de un objetivo
en común… Dificultarme el avistamiento de los muchachos.
Una vez que logré llegar al tan dichoso
alambrado, luego de varios minutos que me parecieron eternos, ocurrió lo impensado. El arbitro, un rubión
alto y desgarbado cobró un penal imposible cuando el partido ya estaba
cocinado. En la popular, un silencio de misa enmudeció a grandes y chicos, a pobres
y ricos. Yo por mi parte, estaba más confiado que nunca. Sabia que nuestro
arquero era lo mejor del equipo y siempre me había sentido identificado con el
por agrandarse en las difíciles, mi único problema era hacérselo saber.
Aprovechando que el estadio era una postal, empecé a agitar una bandera que
encontré en el suelo para conseguir que me viera. Le grité de todo. Yo no sé si fue mi imaginación o alguno
de los vinos que tomamos en el tren estaba haciendo efecto, pero podría jurar
que lo vi darse vuelta y levantar su pulgar hacia mí unos segundos antes del
penal.
-
Hernaga ¿Qué se siente haber
atajado el penal decisivo y darle este campeonato al club?
-
Estamos muy contentos y es una
victoria de todos.
-
¿Quién era el pibe al que te
acercaste cuando terminó el partido?
-
Uno de los míos.
Hola Lisandro estoy cotilleando tu blog y me he llevado una grata sorpresa, si bien te comento, Soy moderador de PTB una comunidad con mucha exigencia, sólo se puede hacer dos entradas al día como mucho (en este asunto veo que no tendrás problemas) y la peor, hay que poner +1 a todas las publicaciones por obligación. No es negociable, de esta forma estamos logrando que los que entran estén involucrados y nuestros blogs estén subiendo como espuma. Si estas de acuerdo por favor confírmame tú deseo de entrar en gortega1961@outlook.com También te rogaría miraras las normas de la comunidad que están expuestas Muchas Gracias
ResponderEliminarMuchas gracias Guillermo, ya te contestamos al mail. Saludos!
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