miércoles, 26 de junio de 2013

SEÑORES, YO DEJO TODO: Del fin del mundo para el fin del mundo.

Estoy casi convencido de que aquel que instauró eso de que “machos eran los de antes”, anduvo muy poco por la interminable ruta 40, o bien en el pasado no se estilaba demasiado el paso por los pagos santacruceños de Cabo Vírgenes. Lo cierto es que el frío de esta zona, en sociedad maligna con una humedad insoportable,  hacen las veces de descorteces anfitriones ante sus poco habituados invitados. Nosotros, lejos de ser los mas aptos para soportar estas hostilidades ambientales, estábamos allí, intentando cruzar el denso Estrecho de Magallanes para, ya en la provincia de Tierra del Fuego, empalmar la ruta 3 y así llegar al destino indicado: Ushuaia.

Quien se haya detenido a leer con un moderado grado de atención nuestras anteriores páginas, no habrá tardado en dar cuenta  de algunos aspectos de la personalidad de Lisandro, mi  inseparable compañero de viaje.  Y esto viene a cuento de que en los escasos momentos de sufrir un ligero mal humor, hay posibilidad de aprovechar de su compañía comentando un buen libro o algún partido de efemérides, pero la generalidad de las veces no se corre con esta suerte y es un desafío aguantar sus bufidos constantes por cada eventualidad que se cruza por el camino. Tal vez sea producto de una costumbre casi matrimonial que tengo de pasar tiempo a su lado o quizás por la especial resignación que le genera a uno intentar el cambio de aquellos males absolutamente modificables y que por alguna extraña razón no es posible conseguirlo, la realidad es que yo solo la tomo como un condimento mas de la personalidad de Lisandro, una parte imborrable de él. 

Al principio lo atribuí al calamitoso frío, luego pase a la hipótesis de una fobia de la infancia a cruzar aguas profundas, y terminé por concluir en que tal vez el clásico entre Real Madrid de Río Grande y Cuervos del Fin del Mundo no era de su interés. Lo verdaderamente importante es que aquí me detuve y no intente conjeturar mas sobre cual era la razón por la cual él estaba atacado de un humor inéditamente pestilente. No vaya a pensarse que lo hice por falta de interés, puesto que saber reconocer el padecimiento humano es una de la actitudes mas nobles que se pueden tener y mucho mas si se trata de la gente con la que uno está  casi compartiendo su vida pero, al abordar la ruta que nos llevaría a destino y conducir por aquel inhóspito sitio, una imagen se posó sobre mi casi tan intempestivamente como una avispa gigante dispuesta a atacar. 

Hay veces que la palabras, por cierta lejanía con su significado real, se nos presentan vacías, tan vacías que el solo pronunciarlas nos suenan a un tedioso spot publicitario cuyo único fin es vender para comprar y luego volver a vender. “El fin del mundo” fue, hasta ese día, una de aquellas acepciones apañadas por el marketing para decir algo que muy pocos tienen la cualidad de sentir, pero al estar ahí tome conciencia de mi insalvable error. Las aguas azul petróleo, la llanura de desierto infinito, la población desperdigada, la lejanía absoluta;  Todo aquello hace sentir que ese es el ultimo reducto de la humanidad, que el hombre por mas que así lo desee, nunca podrá extenderse mas allá y es por una sencilla razón: A partir de aquí no existe el mas allá. Solo en su presencia queda clara la finitud en la que habita el hombre. De esta forma se presenta el Fin del mundo, o al menos, el Fin del Mundo en su acepción geográfica.


Solo pude empezar a relajarme cuando tuve la certeza de que Lisandro se había dormido en una posición particularmente incomoda sobre “El sueño de los héroes” de Bioy Casares, libro que yo le había recomendado antes de emprender nuestro viaje, lo que me generó una muy grata sorpresa. Ya en Ushuaia emprendimos la recorrida para encontrar el alojamiento y luego, una boletería donde conseguir que nos vendan entradas para el partido. Lisandro seguía sin hablarme y solo respondía con señas a lo que le preguntaba.  La sorpresa de la jornada giró en torno a que no había necesidad de una boletería  ya que, con la intención de que acuda gente de toda la provincia, el espectáculo era de entrada libre y gratuita. Yo me alegré considerablemente porque era quien llevaba las cuentas del viaje y estas no estaban en las mejores condiciones. Por su parte, Lisandro se limitó a hacer una mueca en la que, al menos yo, no pude identificar satisfacción.


Estábamos a escasas dos horas del comienzo del partido así que solo pudimos dejar los bolsos, cargar en las mochilas lo más elemental y bajar a la recepción para que nos indicaran donde quedaba el estadio. Al consultarle al recepcionista del hotel sobre la ubicación de este último, sonrió simpáticamente diciendo que el Municipal de Río Grande jamás podía ser considerado un “estadio” como los que seguramente conocíamos  en Buenos Aires pero que la cooperativa lo había dejado en muy buenas condiciones y ahora mostraba su mejor cara. Luego de que muy amablemente nos indicara el camino mas corto hacia nuestro destino, Lisandro hizo conocer su voz en tierra fueguina en el momento que, de un modo casi descortés, le preguntó al recepcionista si podía prestarle una radio portátil. Este, tal vez acostumbrado a los malos tratos que le propinaban los turistas, se la entregó sin ademanes. Como era de esperarse, el trayecto hasta El Municipal se transitó en el más sepulcral de los silencios. Lisandro intentaba hacer arrancar aquella vieja Spica mientras luchaba por sacarle el cobertor de cuero que impedía un buen manejo del dial. Yo por mi parte seguía meditando sobre aquello del Fin del Mundo y la forma en que podía explicárselo a los que nunca lo habían sentido.


“El municipal” estaba en mejores condiciones de las que esperábamos.  Las cabeceras contaban con sus  escalones de hormigón que parecían bastante seguros y donde se alojaban la totalidad de espectadores de ambas parcialidades. Elegí sin oposición la tribuna de Real Madrid pues estaba muy poblada y creí que un poco de ruido nos haría bien para cambiar el humor. Lisandro estaba absolutamente abstraído cuando comenzó el partido, con la manga izquierda del buzo estirada, misma mano con la que sostenía la radio que ya estaba pegada a su oreja. No quise y tampoco pude interrumpirlo ya que, aunque no hubo goles en el primer tiempo, el partido fue de verdad entretenido.  Apenas el árbitro dio el pitazo de muerte a aquella primera mitad, él se apresuró a decirme que tenía que ir al baño y me abandonó en esa diminuta popular. Fue muy gracioso escuchar los cantos de aliento de la hinchada “merengue”, muchos de ellos copiados exactamente de la afición europea que les presta el nombre.


Pasados los quinces minutos del segundo tiempo tomé conciencia de que Lisandro había vuelto a mi lado. Los canticos de la hinchada, que no por particulares eran poco estruendosos, me hacían imposible escuchar lo que él en la radio y mucho menos preguntárselo. Los hinchas auri azules  no pararon de alentar un segundo y mucho menos cuando, a diez minutos del final llegó el gol producto de una impresionante chilena de un encorvado cuevero. La gente estalló de locura y yo me les sumé realmente escandalizado por lo que había hecho ese marcador central. 


Cuando concluyó el partido la algarabía era tal que los hinchas empezaron a invadir el campo de juego ante la atenta mirada de la escasísima cobertura policial, abrazando y llevando en andas al glorioso zaguero. Cuando nos quedamos prácticamente solos, en aquella frágil popular ya deshabitada, Lisandro se tomó la cabeza dejando caer la Spica que se rompería en cien mil pedazos para por fin romper el silencio:


-Descendimos.


Sus palabras resonaron en mi cabeza hasta producir un eco. Era cierto, el equipo de Lisandro venia penando duramente por mantener la categoría en lo que iba de aquellos meses. Al principio lo comentábamos con dolor mientras nos poníamos al tanto ojeando los diarios de algún bar o los informativos de TV  en los hoteles. Pero de algún tiempo a esa parte el tema ya no se tocaba mas, como aquellas muertes dolorosas de las que está prohibido hacer alusión en la mesa familiar, tácitamente habíamos convenido no volver a comentar sobre aquello. ÉL, en la forma más solitaria de todas,  había seguido al tanto los hechos que irremediablemente se habían desencadenado aquella tarde. Así, casi en un segundo, volví a la reflexión sobre el Fin del Mundo.  Reflexión que ya no se presentaba como una avispa gigante posada ante mí, ahora la cuestión se resolvía cara a cara otra vez y la cara era la del mismo Lisandro que no encontraba consuelo posible, surcando la sensación de ausencia de un “mas allá”, de final absoluto e irremediable, de arrebato violento contra las fibras del deseo de continuidad. Unas horas atrás yo había estado pensando en como hacer para graficarles aquella sensación de Fin del Mundo a los que nunca habían visto el fin de la tierra  y Lisandro me estaba demostrando que mis intenciones eran estériles, como la suyas propias de hacerme llegar su sensación actual. De todas formas, por un momento, creí que en él se manifestaba el Fin del Mundo en su acepción sentimental, tal vez la más sentimental de todas.


Después de un abrazo que supongo el consideró sincero, nos fuimos caminando hasta el Corsario. Creo que es un día demasiado triste como para descubrir lo que en verdad significa el fútbol.



Por Sarra

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