jueves, 20 de junio de 2013

ESTÁ EN LAS PIELES

De todas las frases que se usan al solo efecto de descomprimir situaciones demasiado tensas, “¿Pongo música?” es una de las menos nobles que se me hubieran ocurrido jamás. Yo estaba ahí: Acostado, boca abajo y muerto de miedo ¿Qué se supone que le tengo que contestar a alguien que me pregunta si quiero escuchar música dos segundos antes  de  comenzar a clavarme una aguja reiteradas veces por la espalda? Contesté que si en tono temeroso, intuyendo que la compañía radial era una ceremonia inapelable que favorecía al desempeño del tatuador. Aunque ahora no se si lo intuí o simplemente lo desee.
¿Así que sos de Ferro? – Interpeló sin esperar respuesta mientras analizaba el escudo que yo había diseñado hacia ya muchos años con la incondicional ayuda de Amelita – Un club simpático.
¿Simpático? ¿Qué había querido decir? Si no hubiese estado tan ocupado en dar batalla contra las insoportables ganas de desmayarme, en el mismo momento en el que aquel barbudo tatuador me pasaba un algodón con alcohol fino sobre el omoplato, seguramente mi reacción no hubiera sido de lo mas calma. Ya tendría tiempo de encargarme de todos esos que decían que el Verde de Caballito había sido una moda pasajera, que mira donde están ahora, que nunca mas iban a volver y dios sabe que otras cosas más. Pero ahora me ocupaba otra cosa, todas mis energías estaban enfocadas en una situación particular y especialmente aterradora, esa clase de infortunios que algunos llaman el karma: El temor a las agujas.
No podía recordar cuando había nacido semejante fobia, pero tenia la certeza que no me había abandonado desde el momento que llegó. O tal vez si, y en mí estaba funcionando alguno de esos raros  mecanismos de la mente que no me dejaba reconocerlo. Quizás nunca se lo  atribuí a un hecho puntual o particular, y ahora que me encuentro acá, indefenso y a merced de un gordo y barbudo tatuador, la perspectiva cambia notablemente.
Corría el año 2000 y yo era un pibito de 6 años que se declaraba en rebeldía constante ante las poco atractivas directrices de mi madre. Típico de la edad, un niño travieso como cualquier otro, que vive en uno de los cien barrios Porteños. Con mi papá la relación era diferente, típica también  de la edad en que uno ve a su viejo como el Batman que Ciudad Gótica no merece por ser tan distinta a Caballito. Livio, así se llama él, un tipo alto y manso que siempre consigue lo que quiere, inclusive aquella tarde de hace trece años atrás.
La guerra del día de la fecha se había suscitado en torno a la vacuna que en el colegio exigían me aplicara para empezar el primer grado, y ante mi rotundísima negativa, mamá no pudo hacer mejor cosa que comenzar a desesperarse. Yo no se si preguntarle a un purrete de seis años si le parece bien que un desconocido le pinche el brazo es una practica normal, pero la cuestión es que eso ocurrió y mi negativa fue previsiblemente inapelable. No paso mucho tiempo hasta que papá, luego de servirse una copita de Suter Etiqueta Marrón, tradición que no interrumpe hasta nuestros tiempos, se sentó conmigo en la mesa de las negociaciones. Jamás en la vida el tire y afloje entre lo que él me exigía hacer y lo que yo iba a recibir en contraprestación había culminado tan rápido. Yo debía darme esa condenada vacuna como condición inamovible pero papá sentenció todo con una frase que conmovió cada fibra de mi diminuto cuerpo: “Si te das la vacuna vamos a la cancha”.
El sonido de la radio irrumpió mansamente. Sonaba “Juguetes perdidos” el tema que, casi en forma unánime, mas emociona a todos los fieles de la misa Ricotera. No solo es una gran canción  que bien entendida puede transportarlo a uno en dirección de sitios donde los sueños de la humanidad se rozan suavemente con la realidad, sino que también sirvió para sofocar el demoníaco ruido propio del repiquetear de las agujas de la máquina tatuadora. La voz del indio Solari a veces produce el llanto de quien la escucha, pero enfrentarse al sonido de nuestros temores mas hondos, lo hace siempre.
Todavía no sabia como hacer entrar tanta alegría en mi enjuta humanidad cuando, después de los controles de seguridad, estuve por primera vez en el “Ricardo Etcheverri”. Una sensación realmente hermosa que jamás pude volver a recordar sin dejar de pensar en Ferro y, malamente, tampoco en agujas. Gracias al escaso fanatismo que papá tenia por el futbol (quien si era y es, un asiduo seguidor de la Liga Nacional de Handball) ingresamos al estadio en la ignorancia total de que en caso de darse un resultado adverso para nuestro equipo, el descenso a la segunda división estaría consumado. Lejos de importarme estaba al momento en que me senté en mi platea, al ladito de Livio, a esperar que arranque el partido. Justo era la época en que habían matado a un hincha de Talleres contra Lanús, casualmente nuestro rival de esa tarde, por lo que mi viejo se peleó muy fuerte con mamá, que lo trato de irresponsable y desconsiderado. Pero él sabía muy bien de la importancia de nuestro pacto  y estaba obligado a cumplirlo.
La realidad es que no nos dieron tiempo a ilusionarnos. Yo era un nene y ya a los tres minutos de juego me arrebataron la ilusión. En ciento ochenta segundos todo el estadio se cayó y a la vez, no se calló. Estas diferencias gramaticales son las que realmente calan profundo. Profundo como calan hoy las agujas del tatuador gordo, barbudo y lleno de piercings. La gente nunca paró de alentar y alentar tras los embates, uno tras otro del hambriento equipo granate. Cuando Madorrán, a quien  aquella  tarde le encomendaron mandar muchos saludos a su madre pero que hoy ojalá Dios lo tenga en la gloria, pitó la goleada estaba consumada. Siete a cero, baile y descenso. Nadie podía vaticinar un peor escenario y mucho menos un debut mas nefasto en los tablones para mí ¡Qué dolor sentí aquella tarde de frio voraz! Un dolor que hasta hoy me toca acá, en el lado izquierdo.
Casi que ni nos pudimos quedar a ver la forma espectacular en que la hinchada despidió a los pibes que habían dado la cara por aquellos, que algunos me acuerdo llamaban “sinvergüenzas”, gracias al miedo que papá le tuvo a los incidentes que, aunque menores, vale la pena mencionar terminaron produciéndose en las inmediaciones del estadio.
Para cuando llegamos a casa yo no tenía ganas de nada aun sabiendo que todavía faltaba lo peor. No podía romper el pacto de honor que había forjado pero realmente me sentía muy triste. Mamá, fiel a su estilo, desplegó un rosario de insultos entorno a las facultades morales y psíquicas de Livio que, sin omitir sonido, se circunscribió a fumar  un Parisien negro al lado de la chimenea. Ya en la sala de espera, estuve callado e inmóvil hasta que por fin dijeron mi apellido. Y ahí, justo en ese instante, fue cuando todo comenzó. Y puedo darme cuenta ahora, acá desde la camilla de la sala de tatuajes de un barbudo, gordo lleno de piercings y con profundo mal aliento.
Lejos de creer en cualquiera de esos disparates que proponen los metafísicos, hoy elijo pensar que pude cerrar una herida, herida que se abrió allá por comienzos de siglo y continuó hasta hoy. Donde el dolor irá cicatrizando con la tinta, verde como la que me corre por las venas y que ningún pinchazo podrá extraer nunca, ni en ningún hospital, ni en ninguna sala de tatuajes de ningún barbudo, gordo lleno de piercings y con profundo mal aliento en cualquier esquina del barrio de Caballito.

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