domingo, 16 de junio de 2013

AL PRIMER DT

“¡A comer!” Dudo que exista alguna manera de ser despertado sin mostrar signos de irritamiento, pero puedo asegurar sin miedo a equivocarme que el llamado a la mesa por parte de la aguda voz de mi madre no es una de ellas. Para colmo, la fecha de la Liga barrial se había adelantado para el sábado y los muchachos y yo, nos juntamos la noche del mismo para celebrar hazaña. Logramos un triunfazo ante nuestro inmediato perseguidor, 1 a 0 de local,  ¡bah!, local como manera de decir, hacíamos las veces de dueños de casa en alguna de las canchas que no tuvieran acción durante cada una de las fechas. Todo esto viene a cuestión de que mis neuronas todavía sentían el trajín del fernet de la victoria y mi estado físico era cuanto menos calamitoso. Pero debía levantarme, no era un domingo cualquiera y tenía que decírselo, el día anterior hubiera pecado de anticipado y el posterior sería tarde.

Nunca compartimos demasiado, nos bastaban las cenas, algunas que otras vacaciones y, como era el caso, los asados domingueros, también es necesario aclarar que la falta de tiempo compartido no lo privó de ser mi primer DT, le debía, le debo mejor dicho, gran parte de lo que era y lo que soy, le debo haberme convertido en una persona más o menos decente y no haber tenido que trabajar más que para mi propio beneficio. Continuaría enumerando mis deudas pero abarcarían dos o tres tomos y no me sobra la tinta, sin embargo hay una, una más en la que no sólo es acreedor mío sino de los once, o de los dieciséis si contamos que jamás discriminó entre titulares y suplentes a la hora de cargarnos en la camioneta y acercarnos a la localidad en la que defenderíamos los colores.

En el verde césped siempre me sentí identificado con él, y si bien jamás se caracterizó por jugar ni disfrutar del fútbol, éste paralelismo trasciende las líneas de cal, es algo más profundo, más abstracto, mucho más importante. No sólo la nariz y el carácter podrido saltaron de generación, también lo hizo el rol, su función en la familia y la mía en la cancha. De chico me caractericé, como todo principiante futbolista, por mi hambre de gol, por querer ser el crack del equipo, el 9, el que no sólo maneja los hilos de los once sino que además monopoliza la relación entre la pelota y la red. Con la madurez, el aprendizaje, y la comprensión del juego mis ansias de gol se fueron apaciguando, muriendo, alejándose como esos inalcanzables sueños de la infancia. Se me dio vuelta el número de la camiseta, literalmente, luego de un receso futbolístico mi regreso me encontró con el 6 en la espalda y con la posición que lo caracteriza, mucho más cercana al arco propio que del rival. Allí, de mitad de cancha para atrás hallé su sucesión, mi herencia, mi función, la de ayudar al compañero, la de rasparse las rodillas porque el 4 se fue al ataque, la de salir al cruce porque el 5 tardó en largarla, la de correr cincuenta metros porque el 2 se fue a cabecear, como lo hace él levantándose cada mañana, preparando el desayuno de los que nos levantamos tarde, precalentando el coche de los que dormimos un poco más, atendiendo los llamados de los que nos mandamos una. A la vista está que su puesto es mucho más importante, más relevante y solidario, pero también es verdad que al menos podrían evitar negarme hacerme un mimo, un obsequio, un halago, el de compararme con él.      

Ya despegado de la almohada, tomé coraje y me puse de pie, tomé una ducha para despabilarme y vestido con lo primero que encontré bajé las escaleras, salí al patio y, previo saludo general a todos los comensales, me ubiqué en el primer banco desocupado observando de reojo como redistribuía tanto las brasas como la carne. Unos minutos después lo tenía enfrente mío ofreciéndome tapa de asado, bien cocida como lo dictan mis preferencias, acepté pero me sentí anticipado, era yo el que debía haber tomado la iniciativa, yo debería haber encarado a mis marcadores, mi frialdad y dificultad de decir las cosas cuando se tienen que decir, en su momento y cuando se las están esperando. Ofendido mi orgullo, me levanté de la mesa y me acerqué a la parrilla sin ser consciente de que llevaba el plato en mis manos, al avivarme de que estaba sosteniéndolo, bajé la vista y lo observé durante medio segundo, ésa milésima le bastó al parrillero para volver a madrugarme:
-          ¿Está crudo? Lo ponemos otro ratito.
-          Nono, está bien.     

Otra vez el silencio sepulcral, el vacío entre los dos, el momento en el que se espera resignado la amonestación, ése instante en el que salís a cruzar al wing y te comés un terrible caño. Sin embargo el árbitro no había pitado, la pelota rodó por entre mis piernas y nada cambiaría eso, pero aún podía redimirme, como ayer,  cuando luego de haber pifiado un despeje que casi nos cuesta el partido, me encontré parado en la medialuna del área a espera del rebote. La pelota flotó por encima de los típicos forcejeos que anteceden a un córner hasta encontrar el parietal derecho del volante central rival y, como si la hubiera llamado, voló en cámara lenta hasta mi posición, la medí con el brazo izquierdo, tiré el cuerpo hacia atrás e imaginando sus manos colgadas del alambre, cerré los ojos y tiré el derechazo:   
-         
-          ¿Qué hijo?

-          Feliz día

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