martes, 7 de mayo de 2013

LA LEYENDA DE O.J.

La agenda de O.J. Fernández estaba completa todos los días del año, a excepción de aquellos en los que los recesos invernales o de verano, u otras cuestiones le privaban al mundo la alegría de ver una pelota rodando por el césped de algún monumento a la pasión. Milan–Real Madrid el miércoles, Valencia–Sporting de Lisboa el jueves, Independiente–Argentinos y Roma-Sampdoria el viernes, Quilmes–Newell’s y Ferro–Chicago el sábado, River–Colón y Nacional–Danubio el domingo, y finalmente, Fénix–Lamadrid el lunes.

O.J. Fernández fue un erudito del fútbol, recordaba todo, absolutamente todo. La formación del Chacarita campeón del Metropolitano ’69, la cantidad de goles que marcó Valdano en la Selección y el monto al que fue transferido Ahmed Hossam Mido del  Zamalek egipcio al K.A.A. Gent belga en el 2000.

Fanático, estudioso y amante del deporte más popular, sólo abandonaba el televisor para trabajar o presenciar algún encuentro.

Pese a que Fernández siempre fue una persona responsable, inteligente y cumplidora, fue despedido innumerables veces debido a que en horario de trabajo se encerraba durante horas en el baño leyendo suplementos, revistas o libros, invariablemente referidos al mismo tema, el fútbol. Sus jefes lo vigilaban constantemente, pero de alguna manera se las ingeniaba para apropicuarse debajo del mostrador con su Kita R-203, una pequeña radio portátil japonesa de la que Fernández no se despegaba ni un segundo el poco tiempo que pasaba fuera de su casa, para escuchar algún encuentro correspondiente a torneos zonales, juegos postergados o la repetición de algún partido del ascenso.

Luego de años de deambular por distintos empleos encontró la solución a su problemática, comenzó a trabajar como sereno en una fábrica del barrio. Claro, entre la medianoche y las seis de la mañana pocos partidos eran trasmitidos, a no ser la repetición de algún encuentro ya visto por O.J. o que algún canal de televisión traicione su intachable tradición capitalista, para trasmitir la Liga Australiana o la Indonesa.

Si bien el sueldo no era de envidiar, con un empleo estable O.J. podía solventar tranquilamente todos sus gastos. El alquiler, la comida, el cable, las suscripciones a revistas deportivas, y las entradas de la cancha, o mejor dicho, de las canchas. Tanto tiempo contemplando partidos de cientos de equipos diferentes hizo olvidar a Fernández el club con el cual simpatizaba, por lo que recorría estadios, campos de entrenamiento y hasta potreros sin discriminar en lo más mínimo a los conjuntos que se enfrentaban. Tal era así que una tarde de 1979, se disputó el partido con menos cantidad de espectadores de la historia del fútbol argentino, un apasionante 4 a 4 presenciado tan sólo por una persona, y quién iba a ser sino él, O.J. Fernández, que aquella tarde se había ausentado de su empleo para concurrir al encuentro que disputaron Luján y Piraña de Parque Patricios en Barracas.

Contadas veces Fernández asentía las propuestas de participar de algún picado, o amistoso en la barriada. Y era razonable, su amor por el fútbol no tenía nada que ver con sus virtudes para jugarlo, es más, sus falta de aptitudes fueron las que le asentaron para siempre el eterno ápodo con el que nos hemos referido a él desde el principio del relato. Fernández no se llamaba Osvaldo Jorge, ni Orlando Juan, tampoco Oscar José ni Omar Julián. “O.J.” no eran las iniciales de su nombre sino el mote con el cual se refería a él toda persona, planta o animal que haya tenido la oportunidad de comprobar la falta de cualidades técnicas que Fernández sufría al momento de intentar llevar a la práctica su excelente concepto futbolístico. A menudo tropezaba con la pelota cuando era trasladada por sus torpes pies. Sus pases eran incontrolables, sus centros parecían remates, y sus remates atravesaban con mucha mayor frecuencia las líneas de los laterales que la del arco rival.

Cuenta el mito urbano, que en un encuentro disputado entre la Maderera Patricios, sitio en donde Fernández trabajó dos meses hasta que su jefe descubrió que la razón por la que O.J.F. no levantaba pedidos era que ubicaba la Ford F-100 de la maderera en el primer tramo de cordón libre de estacionamiento que encontraba para disfrutar displicente de los relatos de José María Muñoz, y el Aserradero Vélez Sarsfield en un potrero del barrio, Fernández erró el gol más sencillo de la historia del fútbol mundial. Uno de los muchachos que se encargaba del cortado y lijado de tirantes desbordó el área contraria, tiró un caño al último defensor rival y desparramó al arquero con un enganche digno de Garrincha, pero cuando pudo por fin levantar la cabeza se encontró sin ángulo para empujar el balón al arco vacío y a centímetros de que la pelota atraviese la invisible línea de fondo atinó a golpearla con la punta de su zapato derecho, el esférico rodó casi paralelo al arco, acarició el primer poste y quedó inmóvil en la línea de gol esperando convertirse en una nueva anotación. Entonces apareció Fernández, sin marca, agitado, corriendo desesperadamente hacia la gloria. Tantas ansias de convertirse en el héroe de la tarde tuvo, que lanzó su patada goleadora a dos metros de distancia de la pelota, obviamente no llegó ni a rozarla. Al volver al suelo la pierna que hizo el intento de concretar el tanto, trastabilló y se enterró de cabeza en el suelo arrastrando los dientes por todo el área chica y finalizando en una extraña e inortodoxa posición merecedora de una distinción en la disciplina del yoga. El arquero del Aserradero retomó la postura vertical que le había hecho perder el talentoso wing de la Maderera, tomó la pelota con las manos y la arrojó de un patadón al lateral para volver a desparramarse en el suelo al igual que el resto de los jugadores a quienes semejante demostración de torpeza y falta de control de la motricidad corporal habían hecho descostillar de la risa. Una risa incontrolable hasta las lágrimas que hasta tuvo la impertinencia de acabar suspendiendo el encuentro debido a que ningún jugador pudo volver a correr ese día por la falta de aire que les causó la infortunada definición de Fernández. Desde ésa tarde Fernández fue asociado al indesligable seudónimo de O.J., Ojota, haciendo referencia al calzado, que al igual que Fernández, es inútil para el ejercicio del deporte.

Aquél gol no concretado fue eternamente recordado por Ojota, y los aniversarios de su ocurrencia eran conmemorados con la melancolía y la tristeza de la muerte de un ser querido. Lo cual carece de incoherencia, ése día había muerto un ser querido, la persona a la que Fernández mas apreciaba, su propio potencial de convertirse algún día en un futbolista distinguido, así sea en el marco de un amistoso barrial.

Un 12 de Junio de 2002, en el extremo oriental del planeta un grupo de suecos fusilaba prematuramente la esperanza argentina de volver a consagrarse campeona del mundo. Pero el fútbol nacional tenía un motivo más importante para lloriquear ese día, en Capital Federal, latía por última vez el corazón de su mayor admirador. El certificado de defunción dejaba constancia de que Ojota había fallecido en su domicilio, envuelto en una bandera argentina frente a su viejo televisor  y junto a una botella vacía de vodka, con una lágrima en su rostro que por mediciones de temperatura realizadas por el peritaje policial databa del mismo momento en el que el remate de Svensson vencía a Pablo Cavallero en el estadio de Miyagi.

Fernández fue enterrado en el cementerio de la Chacarita, junto a la bandera con la que fue hallado en su departamento y a una vieja pelota que atesoraba en su habitación.

Los detractores de la pasión afirman que las almas de quienes disfrutan del fútbol han sido atrapadas por un demonio que los aleja de las cuestiones importantes de la vida, enloqueciéndolos con un juego de mala muerte en el que la violencia y la trampa son inevitables. También garantizan  que desde la muerte de Fernández, el demonio del fútbol  cobró más fuerza que nunca cuando comprendió que jamás volvería a existir una persona que maltrate tanto la pelota como el recientemente difunto.

Los amantes del balompié opinamos muy diferente. Se puede asegurar que el fútbol se juega hace más de ciento cincuenta años, y en la actualidad, en todos los países del mundo. Por lo que consideramos que su espíritu es universal y único, habla todos los idiomas, es más viejo que cualquier ser humano y aún así sobrevive generación tras generación. Un espíritu tan noble jamás daría preponderancia a las habilidades naturales por sobre el amor y la pasión de jugar. Ésta creencia es la base de sostenimiento de la Leyenda de Ojota, que atestigua que todas las noches el espíritu del fútbol se da una vuelta por la tumba de Fernández para contarle las últimas novedades futbolísticas, asegurarse de que la pelota esté correctamente inflada y arropar a su alma con el lienzo celeste y blanco de la bandera argentina.

Por Rawson

1 comentario: